Este es un artículo publicado en el Boletín del Instituto de Estudios Federalistas, Nº 1, fechado en Mayo de 1939, y su autor no es otro que nuestro querido José María Rosa. Es un documento realmente interesante. Veamoslo pues...
La soberanía Argentina y la libre navegación de los ríos
Por José María Rosa
La soberanía Argentina y la libre navegación de los ríos
Por José María Rosa
Al cabo casi de cien años podemos comprender la realidad que se ocultaba tras la famosa “libre navegación de los ríos”. Esa “libre navegación” fue solamente la entrega lisa y llana de nuestra soberanía: la claudicación que hicieron los hombres del 53, de los principios por el cual combatieron tan eficazmente los soldados del Quebracho el 46, en la guerra contra Francia é Inglaterra.
1 – ANTECEDENTES DE LA "LIBRE NAVEGACIÓN DE LOS RÍOS"
Los federales doctrinarios – los llamados lomos negros – fueron los primeros culpables. Balcarce y Guido, plenipotenciarios argentinos en la convención de Paz con el Brasil, agregaron al tratado de 1828 la cláusula adicional de que “ambas partes contratantes se comprometen a emplear los medios que estén a su alcance a fin de que la navegación del Río de la Plata y de todos los otros que desagüen en él, se declare libre para el uso de los súbditos de una u otra Nación por el término de 15 años”.
Este regalo de un condominio temporal sobre sus propios ríos, parece el resultado de una imposición, o cuando menos de la habilidad diplomática de los brasileños. Pero no fue así. En el protocolo de la conferencia se dejó claramente establecido que este adicional fue agregado a solicitud de las Provincias Unidas. y por ser “de vital interés a ambos Estados”. Y todavía los brasileños se permitieron oponerse “aduciendo razones de oportunidad”, terminando finalmente por aceptar el magnífico presente que significaba para ellos la fácil y directa comunicación con el Matto Grosso.
¿Porqué renunció la Argentina a su soberanía exclusiva? La explicación quizás se encuentre en el Tratado que tres años atrás concluyeron los rivadavianos con Inglaterra (el de 1825), y en cuyo artículo 2º se leía: “los habitantes de los dos países gozarán respectivamente la franqueza de llegar segura y libremente con sus buques y cargas a todos aquellos parajes, puertos y ríos en los dichos territorios, a donde sea o pueda ser permitido a otros extranjeros llegar, etc.” ¿No andaría la mano británica moviendo los títeres carioca-porteños de 1828? Lo cierto es que la paz del Janeiro se hizo por mediación de Inglaterra, y nada extraño sería que, amparándose en la cláusula de la nación más favorecida, Inglaterra sacara las castañas del fuego con manos ajenas, y hasta haciéndoselas brindar por la mano propia del dueño de las castañas.
2 – EL CONFLICTO DE 1845
Pero la verdadera cuestión no se planteó todavía. El Paraná siguió siendo argentino, y ni el Brasil abusó de la ventaja que le ido la cláusula adicional, ni Inglaterra usó de la cláusula que, por otra parte, tuvo Francia desde 1840, (el tratado Mackau), de la nación más favorecida. ¿Posible causa? Que desde el año siguiente a la convención del Janeiro, Rosas era Gobernador y encargado de las relaciones exteriores. Y no era lo mismo plantear una cuestión internacional con los rivadavianos o los lomos negros, que con Rosas, hombre de muy poco tacto diplomático y con diferente concepto de lo que era el honor de su país.
En enero de 1845, Rosas, en conflicto con Paraguay y Corrientes (el primero todavía argentino de jure), prohibió la comunicación fluvial con esas regiones. A mediados de año, Gore Ouseley y el Barón Deffaudis, pleniponteciarios de Inglaterra y Francia, plantearon a Rosas una serie de proposiciones que incluían entre otras, la no intervención Argentina a favor de Oribe, Presidente legítimo del Uruguay, y la libre navegación de los ríos.
Estas proposiciones fueron el ultimátum de una largamente preparada coalición internacional contra la Argentina, en la cual tomaban parte, además de Inglaterra y Francia, (cuyos sueños coloniales han quedado perfectamente documentados), el Brasil, el partido riverista uruguayo y los infaltables unitarios de la Comisión Argentina.
Plantear esas cuestiones a un hombre como Rosas, significaba la guerra, no otra cosa buscaban los coaligados. Y la guerra estalló: “El gobierno continuará expidiéndose en este grave asunto con la firmeza y dignidad con que ha procedido en sostén del honor e independencia de la Confederación”, hizo saber la Junta de Representantes a los Ministros extranjeros, aprobando la conducta enérgica del Gobernador.
Gore Ouseley y Deffaudis declararon por sí la libre navegación del Paraná – resucitando, claro está, los precedentes de 1825 y 1828 – e hicieron marchar agua arriba a los buques mercantes, bajo la protección de la escuadra anglo-francesa. ¿Qué podría hacer la debilitada y bárbara Confederación contra las dos naciones más poderosas del siglo XIX? Lo único que hizo: darles una lección de coraje criollo. Y ocurrió el magnífico episodio de la Vuelta de Obligado, y la derrota anglo-francesa de Quebracho. Resultado: que Francia e Inglaterra comprendiendo que la aventura colonial en el Plata no era tan fácil como la habían pintado Florencio Varela y sus unitarios, abandonaron a sus aliados a la buena suerte, y firmaron la paz, obligándose ante Rosas a desagraviar el pabellón argentino, y a reconocer formalmente la soberanía Argentina del Paraná. (Art. 4º de la Convención de Paz de 1850: “El Gobierno de S. M. B. reconoce ser la navegación del Río Paraná una navegación interior de la Confederación Argentina, etc.”; misma redacción en el Art. 6º del Tratado con Francia).
Poco después de la Vuelta de Obligado, Lord Aberdeen, también había reconocido formalmente en el Parlamento inglés, la soberanía Argentina sobre el Paraná. A una pregunta de Lord Beaumont, contestaba en la sesión del 19 de febrero de 1846: “No podemos pretender ese derecho (la libre navegación): las orillas del río Paraná se encuentran en territorio argentino, y esa pretensión sería contraria a nuestra práctica universal y al principio de las naciones.
3 – LA CLAUDICACIÓN
Derrotada la primera conjuración antiargentina, los unitarios tentaron y lograron realizar la segunda, con el Brasil, Urquiza, Rivera, Corrientes y el Paraguay.
Pareciera que el objetivo del Ejército Grande, consistía más en entregar los ríos que en derrocar a Rosas. En el Tratado de Montevideo – por el cual se pactó la alianza contra la Argentina, que culminó en Caseros – quedó claramente establecido que, “los Gobiernos de Entre Ríos y Corrientes (vale decir, Urquiza), se comprometen a emplear toda su influencia cerca del gobierno que se organice en la Confederación Argentina (es decir, el mismo Urquiza, como había quedado entendido) para que este acuerde y consienta en la libre navegación del Paraná y demás afluentes del Río de la Plata (art. 14 del Tratado contra Rosas de noviembre 21, 1851; concordante con el 18 del Tratado contra Oribe del 29 de mayo de ese año).
Y fue Caseros. ¡Me han vencido los macacos!, díjole Rosas al Ministro Inglés Gore, la noche de la derrota, mientras en Santos Lugares, ahogados los últimos estampidos de las baterías de Chilavert, las dianas imperiales saludaban la revancha de Ituzaingó.
La entrega del Paraná fue la prenda de la derrota. Por el Acuerdo de San Nicolás (art. 16) se le dio a Urquiza la facultad de “reglamentar la navegación de los ríos interiores”. Y Urquiza abusó de esa facultad, regalando los ríos. Lo hizo en el Decreto de Octubre 3, en cuyo art. 10 estableció que “la navegación de los ríos Paraná y Uruguay es permitida a todo buque mercante”, agregando en el 3º “también a los buques de guerra de las naciones amigas”. ¿Podía darse una renuncia más explícita a la soberanía nacional?
Pero no bastaba con el Decreto del 3 de octubre, no bastaba tampoco con la orden dada a los constituyentes de Santa Fe de votar un artículo internacionalizando los ríos (que luego fue el 26). Alberdi, desde Chile, aconsejaba precauciones más firmes. “Hay que entregarlos a la ley de los mares, es decir a la libertad absoluta – decía en el capítulo XV de las Bases –. Y para que sea permanente, para la mano instable de nuestros gobiernos no derogue hoy lo que acordó ayer, firmad tratados perpetuos de libre navegación". Y dando rienda suelta a su enorme imaginación agregaba, “; que en las márgenes del Pilcomayo y del Bermejo brillen confundidas las mismas banderas de todos los países, que alegran las aguas del Támesis”, donde, por otra parte, solo por casualidad puede verse otra bandera que la británica.
Es de presumir que el autor, como abogado y hombre culto, conocía el “Acta de Navegación” de Chomwell. Pero Alberdi cuidaba su público, y para los lectores de 1853, toda cita inglesa, aunque fuera geográfica, sonaba bien.
Alberdi tenía razón. No fuera que estos diablos federales coparan de nuevo la banca, y, un nuevo Rosas se levantara por ahí. Por eso apresuró a Urquiza a firmar tratados con cuanto diplomático se puso al alcance. Con el Paraguay – el tratado de Asunción –, con Norteamérica, Inglaterra y Francia – los famosos pactos de San José de Flores de 1853, etc. etc. Y esa fue la claudicación total.
Es curioso que al ratificarse los pactos de Flores por el Congreso de Santa Fe, uno que otro convencional saliera con escrúpulos. Por ejemplo, el sensato Zuviría, el mismo que se opuso a la Constitución, porque “las instituciones para ser buenas deben vaciarse en el molde de los pueblos”, y la que se votaba en Santa Fe “no tenía ni voluntad ni convicción”, Zuviría, en fin, creyó que votar esos tratados “importaba un protectorado extranjero en nuestro territorio”, agregando: “¿lo hacemos para obligarnos hacia el extranjero? ¿no lo estamos ya por esa Constitución que está todavía vertiendo leche y en la que se estableció la libre navegación fluvial?” (sesión del 8 de septiembre de 1853). Pero a Zuviría lo hicieron callar y los tratados fueron aprobados.
4 – APOYO JURÍDICO DE LA TEORÍA DE LA LIBRE NAVEGACIÓN
¿Hay algún principio de derecho Internacional que pudo justificar la renuncia del dominio eminente de nuestros ríos? ¿Tuvo algún fundamento doctrinario la entrega hecha en 1853? Ninguno, absolutamente ninguno.
Bien sabían los hombres de la “organización”, que el Paraná nos pertenecía en absoluto derecho, y que los mares podrían ser internacionales, pero los ríos, no. Florencio Varela, por ejemplo, era un convencido que Rosas tenía razón en el conflicto de 1845, aunque más tarde cambiara de opinión. En su correspondencia de enero 2 de 1846 (transcripta en “Rosas y su gobierno”, pág. 48), dice: “sin negar pues, el principio general de que los extranjeros no tienen derecho a navegar por el Paraná contra la voluntad de la nación Argentina, negamos la aplicación que hace Rosas del principio”. Y por esta reticencia, basada en que “la investidura dada a Rosas de entretener las relaciones exteriores, no se extiende a decidir por si y ante si una cuestión tan grave”, Varela se colocó al lado de Francia é Inglaterra y en contra de su patria, y hasta llegó a tramitar la independencia de la Mesopotamía bajo el protectorado francés. (F. Varela, “Rosas y su Gobierno”, pág. 60 y Font Ezcurra, “La unidad nacional”, pág. 85).
Tampoco Alberdi creyó en ese derecho. Y en la prosa inflamada de patriotismo de las Bases dice, (cap. 15) : “Para escribir esos tratados (los que enajenarían nuestra soberanía), no leáis a Watterl, ni a Martens, no recordéis el Elba y el Mississipi. Leed en el libro de las necesidades de Sudamérica; y los que ellas dicten escribidlo con el brazo de Enrique VIII (sic), ... no m á s exclusivismos en nombre de la patria", y agrega al final de la tirada, imaginando dirigirse a un poblador autóctono del Paraná que ve llegar un barco cargado de inmigrantes: “resto infeliz de la criatura primitiva: decid adiós al dominio de vuestros pasados”.
Ha sido mucho tiempo después que los cultores de nuestra historia oficial y de nuestro derecho constitucional, inventaron la teoría de la libre navegación, rebuscaron precedente por el Congreso de Viena, el tránsito del Escalda, etc.
Estos precedentes, en realidad, valen poco. El Congreso de Viena, antecedente citado por Varela en su correspondencia del 17 de octubre, no declaró la libre navegación de todos los ríos. Tenía una cuestión engorrosa que resolver sobre el tránsito por el Rhin y sus afluentes, cuyas márgenes ocupaban Francia, Prusia, Países Bajos, y múltiples pequeños estados y ciudades libres alemanas. Y resolvió que la navegación por el Rhin, Necker, Main, Mosela Mosa y Escalda sería libre, y que las naciones atravesadas por ríos navegables, “arreglarían de común acuerdo cuanto tuviera atingencia sobre su tránsito”. (Art. 108 del Tratado de 1815). Pero nunca se hicieron tales arreglos, salvo el de Bélgica con Holanda a raíz de la guerra de 1833, e impuesto por Bélgica con el derecho del vencedor.
No existe pues, “libre navegación fluvial” ni en la teoría ni en la práctica internacional. Ni el Perú transita por el Amazonas, que nace en territorio peruano; ni España por el Tajo; ni Alemania llega por el Danubio hasta el Mar Negro.
Uno que otro autor de Derecho Internacional, escribiendo en el siglo XIX aventuró, es cierto, la teoría de que, “la nación dueña de la parte superior de un río tiene derecho a que la nación propietaria de la inferior la deje navegar en el río hasta el mar”, como Andrés Bello (lo trascripto es de su obra “Principios de Derecho de Gentes”, cap. 3, parte 5ª; Esteban de Ferrater “Código de Derecho Internacional”, art. 476), etc., pero entiéndase bien: no querían la libertad absoluta, sino una simple servidumbre de tránsito, constituida a favor de la nación propietaria del cauce superior de un río.
Fuera de Bello y de Ferrater no deben existir muchos autores que trasladen el principio de la servidumbre real, del derecho privado al público. Alberdi era más cauteloso cuando aconsejaba en sus Bases (cap. 15) : “Abrid sus puertas de par en par a la entrada majestuosa del mundo, 'sin discutir si es por concesión o por derecho; y para prevenir cuestiones, abridlas antes de discutir..."
5 – VENTAJAS E INCONVENIENTES ECONÓMICOS DE LA LIBRE NAVEGACIÓN
La claudicación se hizo a nombre del progreso, no del patriotismo ni del derecho. “No puede haber seguridad para el extranjero mientras se le fuerce a navegar con sus mercaderías bajo la bandera de Rosas (es decir, la Argentina)”, decía Varela el 22 de octubre de 1845. “Hacerlos (a los ríos) del dominio exclusivo de nuestras banderas indigentes y pobres es como tenerlos sin navegación... Para que los ríos cumplan el destino que han recibido de Dios, poblando el interior del continente, es necesario entregarlos a la ley de los mares, es decir, a la libertad absoluta”, agregaba Alberdi (Bases pág. 50).
Pero el control de la navegación, que es lo que quería Rosas, y de lo que no puede desprenderse ninguna nación sin renunciar al dominio eminente de los ríos, no significa la no-navegación, como parecen entenderlo Varela y Alberdi. No hubo necesidad de regalar el Paraná para que fuese navegable, como no había necesidad de renunciar a las tarifas aduaneras para admitir la importación, ni al control ferroviario para que se construyeran ferrocarriles y medios de comunicación, ni a la soberanía de la tierra para poblar con inmigrantes una colonia.
Alberdi soñaba que la libre navegación, traería porque sí a todo el comercio del mundo. “Sobre las márgenes pintorescas del Bermejo, levantará algún día la gratitud nacional un monumento en que se lea: – Al Congreso de 1852, libertador de las aguas, la posteridad reconocida” – decía con inmenso optimismo en la pág. 54 de las Bases. Pero la libre navegación no nos benefició económicamente en nada, porque el comercio no llegó atraído por la libertad de navegar sino por la posibilidad de comerciar.
En cambio nos perjudicó: 1º) Impidiendo el desarrollo de una buena marina Argentina de cabotaje; 2º) Haciéndonos perder el derecho aduanero a las mercaderías en tránsito para Paraguay y Bolivia; 3º) Impidiendo que por medio de una acertada política económica, tuviéramos a disposición de nuestros productos los mercados de Paraguay y Matto Groso; 4º) Favoreciendo el contrabando (de mercaderías y de personas), desembarcados facilmente en las costas del medio y alto Paraná, etc.
La sangre criolla vertida en el Quebracho lo fue inútilmente.
Los laureles conseguidos no fueron eternos, pese a la estrofa del himno. Hubo muchas cosas, que no nos explicamos bien todavía, y que culminación en la claudicación.
No puede volverse atrás. Hoy, como lo quiso el mayor culpable de la claudicación, existen tratados perpetuos que internacionalizaron nuestros ríos. Se perdieron para siempre, como se perdieron tantas otras cosas del viejo Virreynato, que Rosas y los federales intentaron vanamente conservar.
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