"Si más no hemos hecho en el sostén sagrado de nuestra Independencia, de nuestra integridad y de nuestro honor, es porque más no hemos podido" - JUAN MANUEL DE ROSAS

sábado, 28 de febrero de 2009

Homenaje por los 60 años de la Sanción de la Constitución de 1949


La Constitución Nacional de 1949: Una Causa Nacional - Estudios sobre el Art. N°40 de la misma -
Por Juan Martín Grillo


Prólogo

En el apartado denominado ‘Palabras Preliminares’ de la obra “La Constitución de 1949: Una Causa Nacional”-escrita y compilada por el Dr. Luís Alberto Terroba-, el benemérito Dr. Alberto González Arzac dice las siguientes y sentidas palabras:
“La Constitución Nacional de 1949 fue, es y será ‘una causa nacional’ como dice el título de esta obra. Ha sido tabú para mentes retrógradas que la silenciaron durante casi medio siglo; para los constitucionalistas del establishment que la ignoran mezquinamente. Pero será un antecedente valioso cuando nuestra Argentina resurja y vuelva a ser un país soberano, justo e independiente.
Los fusiladores de 1955 la abrogaron arbitraria e ilegítimamente. Los académicos de la decadencia la canjearon en la amnesia. Los políticos de la indignidad la patearon debajo de sus alfombrados. El Pacto ignominioso Menen-Alfonsín omitió mencionarla y la partidocracia borró del almanaque el año 1949, al no citarlo entre las constituciones reformadas en 1994. [...] Solo el cadáver de Eva Perón ha sufrido tantos ultrajes como la Constitución Nacional de 1949. Ambos han tenido empero la protección de la Divina Providencia, convirtiéndose en una ‘causa nacional’. [...] El ocultismo nunca es perfecto. La luz de la Historia siempre ilumina las oscuridades tramadas en las sombras de la noche [...]”
Hago mías, en mi humilde deseo de reivindicar el Magno Texto del ’49, las palabras del hoy Vicepresidente 2° del Instituto Nacional de Investigaciones Históricas Don Juan Manuel de Rosas.
Paralelamente, y a modo de homenaje al Dr. Terroba, he querido bautizar a este artículo con las mismas palabras que él titulara su obra.
Es mi objetivo, además, realizar una verdadera exposición teórica del tema, ya que tan resonante Carta –en vigencia desde su promulgación hasta el arrebato gorila del ’55– es, sin lugar a dudas, la mayor expresión del verdadero sentir y devenir histórico del Pueblo Argentino. Aquí todo se realiza: primero la Patria, que con ésta genial pieza del arte jurídico consigue la verdadera independencia económica, soberanía política y justicia social que tanto ansían los pueblos del mundo; luego el movimiento, que con la conducción infalible y la orientación ilustre del Gral. Juan Domingo Perón, alcanza niveles inmejorables de la relación entre el Pueblo y el Gobierno en toda nuestra historia; y por último los hombres, que ven reflejadas sus verdaderas necesidades en el texto constitucional y saben, a partir de eso, que hay un Estado amigo y protector que los cobija en lugar de segregarlos, que los socorre en lugar de postergarlos, y que los hace verdaderamente felices en lugar de regodearse con su eterna amargura.
Éste proyecto que emprendo aquí, como se ve, es arduo y laborioso, ya que el material a investigar nunca ha sido acabadamente averiguado. Así mismo, y sin temor a incurrir en el error, advierto que una obra de tan tamaño objetivo –esto es, reivindicar lo que casi nunca ha sido reivindicado- llevaría más paginas que las que a la fecha puedo atreverme a escribir.
Por tal motivo, y con algún pesar a su vez, me limitaré a exponer los fundamentos, teóricos y doctrinarios, del Art. Nº 40 de la Constitución del ‘49, ya que a mi entender refleja dos de los tres aspectos fundamentales del sentir de nuestro Pueblo: la Soberanía Política y la Independencia Económica.-

Breve reseña de los Antecedentes Histórico-Jurídicos del Desarrollo Constitucional Argentino: 1810 a 1949

El Estado argentino, desde el 25 de mayo de 1810, ha tenido entre sus principales problemas, el conflicto de no lograr compaginar la realidad histórica en que vive el país y el ajuste de esa realidad a las leyes que imperan. La tendencia de nuestros procesos históricos, para nuestra infinita desgracia, ha sido que los gobiernos –en su mayoría antipopulares y antinacionales- se han preocupado, a la hora de legislar, de cuidar el concepto torpemente encumbrado del ‘deber ser’ del Estado Argentino en detrimento del auténtico ‘Ser’ Nacional. A mi entender, esa grave falta de coincidencia político-legal es producto de dos aspectos fundamentales: 1) La cuestión de la Soberanía Nacional –encarada siempre con seriedad por parte de nuestro Pueblo y de los grandes movimientos nacionales que lo han representado–; y 2) el papel del Estado como ‘ente regulador’ de los procesos económicos que se han sucedido a lo largo de los tiempos.
Ya lo dice mi amigo y maestro, Dr. Arturo Pellet Lastra, en su libro tan oportunamente intitulado ‘El Estado y la Realidad Histórica’: “[...] Podemos decir... que hay un orden político natural: ...cuando la estructura de poder que crea la Constitución se adecua a interpretar ese orden, la comunidad política tiene estabilidad. Pero cuando la Constitución no se adecua a ese orden y establece instituciones que no reflejan la realidad histórica, hay crisis, inestabilidad y hasta guerra civil [...] Ningún régimen es intrínsecamente bueno o malo, sino que es bueno cuando sobreviene como una necesidad, y malo cuando ha dejado de servir y entra en su período de decadencia [...]".
Recordemos que el 22 de octubre de 1811 se sancionó, por primera vez en nuestra historia, un elemental compendio legal denominado ‘Estatuto Provisorio’, el cual no tuvo otro efecto que intentar ‘organizar’ (si es que puede hablarse de organización en ese contexto) al Proceso Revolucionario que había dado inicio en el mes de mayo del año anterior. Hasta aquí, todo marchaba bien, dado que el Estatuto del año 11 tenía como fin más inmediato la creación de un gobierno ‘expedito’ –el Triunvirato- para dirigir eficazmente la guerra de emancipación recién comenzada. Sin embargo (y aquí comienza una larga tradición argentina) éste Estatuto Provisorio fue modificado exactamente un mes después de su sanción (22 de noviembre de 1811). Una frase célebre del Preámbulo de este ‘primer cuadernito’ podría ser ésta, que dicho sea de paso, explicaría lo afirmado anteriormente: “Si la salvación de la Patria fue el objeto de su creación (la creación del Triunvirato) una absoluta independencia en la adopción de los medios debía constituir el límite se su autoridad” .
Así comienza nuestra ‘Historia Constitucional’, a puras reformas que, con el tiempo, se han de volver una especie de ‘vicio’. Pero éstos hechos no son nada en comparación con los que vendrán.
Los años siguientes en que el Estatuto se reformó (1813, 1815 y 1817) impusieron la necesidad de que el modelo de nuestras primeras leyes acentuara la lejanía entre la realidad histórica y la ‘realidad institucional’.
Como corona a este divorcio entre el ‘Ser’ y el supuesto ‘Deber Ser’ de nuestro Estado, llegamos al año 1819, más precisamente al 22 de abril. Lo que ocurrió fue el colmo de los colmos. El ‘Congreso de Tucumán’ –trasladado de urgencia a Buenos Aires por el desastre de Sipe Sipe- sancionó ‘Nuestra Primera Constitución’. Ahora bien, ¿por qué la afirmación de que fue un colmo? Para no ahondar en detalles, diré que la Constitución del año 19 tenía tres características totalmente opuestas al sentir del Pueblo y de sus líderes naturales, los Caudillos: Se declaraba Aristocrática (casi monárquica de hecho), Representativa (solo de las minorías, ya que establecía un modelo ‘corporativo’ del Senado) y ‘en Unidad de Régimen’ (o sea, Unitaria). Los Caudillos –ya en su mayoría Federales y netamente Republicanos- decidieron lo lógico: desconocerla y, en el caso puntual del santafecino Estanislao López y del entrerriano Francisco Ramírez, marchar sobre Buenos Aires para disolver el Congreso y el Directorio (forma de gobierno establecida por el Reglamento Provisorio de 1817).
Como colación a éste caso puntual, me permito citar a nuestro querido José María Rosa, quien afirma del tema lo siguiente: “la particularidad de esta Constitución era su ceremonial aristocrático. Los miembros de los tres poderes reunidos tendrían el tratamiento de soberanía y soberano señor, el Congreso, de alteza serenísima y serenísimo señor” . Queda pues del todo claro el por qué de mi afirmación de que ese cuadernito de los doctores del puerto ‘fue un colmo’.
La siguiente Constitución, la 1826, será aún más conflictiva que la del ’19. Se declarará Republicana y Representativa, pero volverá a afirmar su ‘Unidad de Régimen’. Para peor, será Bernardino Rivadavia –prócer del unitarismo liberal y padre de ‘los hombres de las luces y los principios’– quien gobernará como ‘primer Presidente’ de la República Argentina. En los hechos –y como dijo el caudillo cordobés Don Juan Bautista Bustos- ‘el mulato de levita’ no será otra cosa que ‘Presidente de Buenos Aires’. Las provincias federales, de la mano firme, fiera y aguerrida del General y Caudillo riojano Don Juan Facundo Quiroga, se rebelarán en armas contra el ‘ejército presidencial’ de Rivadavia, comandado por Gregorio Lamadrid. En El Tala y en Rincón de Valladares, verdaderas atropelladas de las montoneras federales, Facundo se alzará con el triunfo –triunfo que, fundamentalmente, será del Pueblo-. Así, se produjo la disolución del Congreso reunido desde 1826 y se elevará a la Gobernación de Buenos Aires al Coronel Don Manuel Dorrego. Éste, quien fuera héroe de la independencia y embajador por algunos años en los EEUU, dejará plasmado un paradigma Constitucional en la historia argentina que, a Dios gracias, hasta hoy permanece imborrable. Será el mayor impulsor (durante su corto gobierno) de la tesis del Estado Confederal.
Luego del nefasto, ilegal e inhumano crimen que significó su fusilamiento en Navarro – el 13 de diciembre de 1828– Dorrego y sus ideas hallarán un redentor más que apropiado en la figura del Brigadier General Don Juan Manuel De Rosas. El benemérito ‘Restaurador de Las Leyes’ –como no en vano lo bautizó la Asamblea Legislativa de Buenos Aires en 1829- será el que, primero que todos, contribuirá a acercar la Realidad Histórica imperante en el país a las leyes que, durante los próximos años (desde 1831 hasta 1852), serán ‘In Factum’ la verdadera Constitución Nacional.
No se habla aquí de otra cosa que del trascendentalismo ‘Pacto Federal’ de 1831, obra del pensamiento ordenador y, por que no, visionario de Don Juan Manuel.
El 4 de enero de 1831, en la ciudad de Santa Fe (que de ahí en adelante albergará a casi todas las asambleas constituyentes por venir), las provincias litorales y la de Buenos Aires sientan las bases que han de regir, al menos en los papeles, los lineamientos dogmáticos de nuestro compendio constitucional, como ser: la forma de gobierno Federal; el principio de Soberanía Nacional; la Defensa Común; las Garantías a la Propiedad Privada; etc.-
Luego de la sanción de esta ‘verdadera’ Constitución, las provincias del Noroeste y del Cuyo, así como la de Córdoba, se adhirieron al Pacto del ‘31. La denominada ‘voluntad pactista’ del constitucionalismo argentino será una constante (para mi del todo benéfica) en los años por venir.
Pero la obra legislativa de Rosas no se detiene allí, ya que el Gobernador de Buenos Aires, utilizando la Suma del Poder Público –otorgada por la Asamblea Legislativa el 7 de marzo de 1835 y refrendada unos días después con un aplastante triunfo democrático en las ‘urnas’- sancionó: 1) la Ley de Aduanas en 1835; y 2) Expropió el Banco ‘Nacional’ de Buenos Aires en 1836.
En cuanto a estas innovaciones diré, citando nuevamente al Dr. José María Rosa, lo siguiente: “[...] La Ley de Aduanas –que rigió con algunas modificaciones hasta la caída de Rosas– sirvió para muchas cosas buenas: a) quitar los recelos del interior contra Buenos Aires; b) crear una considerable riqueza industrial (por supuesto, aún en su fase artesanal, aunque en 1845 –gobernaba Rosas– se estableció la primera máquina a vapor); y c) no hacer tan vulnerable al país a un bloqueo de las potencias marítimas si se hubiese dependido exclusivamente de la exportación e importación [...] El segundo -y tremendo- golpe contra el imperialismo dominante fue la incautación del Banco ‘Nacional’ el 30 de mayo de 1836, ‘arbitro de los destinos del país y de la suerte de los particulares, (que) dio rienda suelta a todos los desórdenes que pueden cometerse con una influencia tan poderosa’, dice el mensaje del gobierno dando cuenta de la medida. Usando de la suma de poderes, Rosas hizo de la entidad extranjera una dependencia de gobierno, la Casa de la Moneda, también llamada ‘Banco de la Provincia de Buenos Aires’, que emitiría el papel circulante, recibiría los depósitos fiscales o particulares y descontaría documentos [...]”
Pero, pese a que en apariencia todo funcionó de maravillas en éste Ordenamiento Jurídico, las luchas entre el salvaje unitarismo y el federalismo fueron casi incesantes. El 1 de Mayo de 1851, el Comandante del Ejército de Maniobras de la Confederación Argentina –Justo José de Urquiza- traicionaba a la Patria, al Pueblo y, en particular, a su ‘querido amigo’ Don Juan Manuel de Rosas; mediante su tan afamado ‘Pronunciamiento’.
Con 400.000 pesos fuertes en su bolsillo, a modo de soborno y suministrados por el Imperio del Brasil, Urquiza inicia su marcha a Buenos Aires y, el 3 de febrero de 1852 (fecha negra y lúgubre para la argentinidad) derroca al legítimo y legal gobierno nacional y popular que encarnaba Rosas. Pareciera lógico que el traidor de Urquiza tirara por tierra la totalidad de la obra legislativa del Restaurador. Pero no, aparentemente no lo hizo. ¿Por qué? Bueno, Urquiza ‘se decía’ federal, y decía a su vez ‘representar’ los intereses del interior. Por tal motivo –y aprovechando el hecho de que el Pacto Federal coincidía con la realidad histórica que se vivía por entonces- decide ‘invitar’ a firmar a los gobernadores (todos ellos hombres de Rosas) un Acuerdo, cuya cumbre se celebra en la ciudad de San Nicolás de Los Arroyos, el día 31 de mayo de 1852 (a dos años de pronunciarse él mismo contra la Patria y el pueblo).
En este Pacto de San Nicolás, como se lo conoce habitualmente, se acordaron tres cosas fundamentales: 1) Darle a Urquiza el verdadero control de toda la Confederación Argentina; y 2) Reafirmar todos los pactos interprovinciales (incluido el Pacto de 1831); y 3) Llamar a una Convención Nacional Constituyente –a reunirse el la Ciudad de Santa Fé al año siguiente- para sancionar ‘de una vez por todas’ una Constitución para todos los Pueblos de la República.
La obra de esta ‘yunta de bueyes’ fue el texto del 1° de Mayo de 1853 –a la sazón, vigente en casi su totalidad a la fecha, o sea, ¡más de cien años después y sin serias actualizaciones vigentes!–, obra ésta que, para no decir de más, es una mala traducción de la Constitución del Estado norteamericano de Filadelfia.
Creo, sin lugar a dudas, que lo más repugnante a nuestra Soberanía Nacional es lo enunciado en el Art. 26 de la misma, ya que deja por tierra la gloriosa gesta que significó para nuestra Patria el triunfo contra las intervenciones armadas de Francia e Inglaterra, el cual reza de la siguiente manera: “La navegación de los ríos interiores de la Nación es libre para todas las banderas, con sujeción únicamente a los reglamentos que dicte la autoridad nacional” . Ahí se ve el interés que ‘movió’ a Urquiza a traicionar a Rosas, al pueblo argentino y a la Patria.
Con ésta ‘libre navegación’ –invento, por excelencia, de los juristas criollos– Don Justo José ya podía llenar sus ‘arcas’ personales de divisas venidas de la Europa y los EEUU, sin temer al hecho de que, hasta ésa fecha, Buenos Aires fuese el único puerto internacional de que disponía la Confederación para el comercio de ultramar.
Luego, y como consecuencia de la ‘secesión del Estado de Buenos Aires’ en 1858, se firmó el Pacto de San José de Flores en 1861, donde el mitrismo se salva de una muerte segura a manos de Urquiza y los federales del interior. A cambio de ‘vivir’ políticamente, Mitre accede a ‘nacionalizar’ la aduana de Buenos Aires (que, de todas maneras, seguirá controlada esencialmente por los porteños).
De las reformas de los años 1866 y 1898 no hay demasiado que agregar. Las cosas se mantuvieron demasiado parejas: el gobierno ‘nacional’ seguía rígidamente los preceptos del imperialismo británico; y por su parte, el imperialismo imponía sus condiciones y, frecuentemente, elegía a los gobiernos a ‘gusto e piaccere’.
Con la llegada de la Unión Cívica Radical al gobierno en 1916, y de la mano de uno de los más resonantes líderes de nuestra historia como fue Don Hipólito Yrigoyen; la cosa se complica para los oligarcas de la burguesía comercial porteña.
Ése Yrigoyen era muy popular, muy inteligente, y muy patriota. Mantuvo a la Argentina como ‘país neutral’ en la contienda 1914-1918; apoyó la Reforma Universitaria; apoyó a los trabajadores; y sobre todo, puso los cimientos para la creación de los Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF). A partir de este hecho, aparentemente de poca trascendencia, el Estado Nacional, se empieza a convertir en el verdadero ‘Agente de Negocios’ de la República. Comienza así la intervención del Estado en la economía argentina.
Claro, a cada acción se le espera una reacción contraria. Yrigoyen fue derrocado por un golpe de estado militar el 30 de septiembre de 1930. Éste golpe estuvo, principalmente, apoyado por los grupos ligados a la oligarquía cipaya, liberal y comercial de Buenos Aires. Se iniciaba la ‘Década Infame’ (la primera, por supuesto).
El 3 de junio de 1943, y a poco de lo que seguramente hubiera sido otra fraudulenta elección que llevaría a la presidencia a un personero de los intereses de Inglaterra (Patrón Costas, en ese caso), se produjo una Revolución. Sectores nacionalistas de la oficialidad del Ejército Argentino (cuyo núcleo lo formaba el denominado GOU) depusieron al presidente Ramón Castillo. En el GOU –también llamado Grupo de Oficiales Unidos-, el personaje más sobresaliente (ya sea por sus capacidades intelectuales o por sus cualidades innatas para la conducción política) era un brillante y maduro Coronel. Éste hombre, quien entre otras cosas dictaba clases de Historia Militar en la Escuela de Suboficiales de Sargento Cabrál, se llamaba Juan Domingo Perón. La historia argentina, desde ese día y en adelante, está signada con su indudable brillo y su imperecedera obra.

Perón y el Proyecto Nacional: la Convención Constituyente de 1949

Desde el 17 de octubre de 1945, Día de la Lealtad –en que hace su entrada a la historia política del país ese tan famoso ‘Subsuelo de la Patria Sublevado’, como lo llamó Scalabrini Ortiz-, el pueblo argentino siempre sale a la calle a clamar sus incansables reivindicaciones. Pues bien, en ese momento, además de esas eternas y siempre justas reivindicaciones, el pueblo contaba con la presencia física del Gral. Juan Domingo Perón, lo cual debió significar seguramente tener una suerte de verdadero ‘traductor’ de los sentires de los trabajadores y que, por si fuera poco, ocupó más tarde la Presidencia de la Nación.
Soy un verdadero convencido del contenido visionario tanto del pensamiento y mística de Perón como de la doctrina que él fundo: el Justicialismo.
En 1948, es decir, con dos años de gobierno encima, el Gral. Perón transitaba horas decisivas para lograr la máxima aspiración de su vida: la realización del Pueblo y la Patria.
En ese año, el Consejo Superior del Partido Peronista lanzó la publicación de una obra intitulada “Doctrina Peronista”. En ella se concentraba, en síntesis, la verdadera y auténtica recopilación de la doctrina del Movimiento Nacional Justicialista.
El Gral. ya había realizado algunos ‘verdaderos milagros’ en nuestra constante lucha: Se habían nacionalizado los trenes y otros servicios; se había nacionalizado la Banca Central (emulando, por que no, a Rosas); se había firmado, en la ciudad de Tucumán, la llamada ‘Acta de declaración de Independencia Económica’; etc.
Dice Juan Perón en esa obra lo siguiente: “Tradicional y dogmáticamente, nuestra política económica descansó en la convicción de que el Estado debía rehuir toda participación en el ejercicio de actividades industriales. La experiencia ha demostrado, sin embargo, la imposibilidad de que economías jóvenes y vigorosas como la nuestra aguarden pacientemente a que la iniciativa privada alcance la debida madurez o que sin adoptar adecuados resguardos, se le confíen actividades o riquezas vinculadas a soberanos intereses” .
Es claro: Perón entiende que la función rectora de la economía, en el caso argentino, debe ser desempeñada por el Estado. Se comienza a vislumbrar una posible reforma del ordenamiento jurídico en ésta ‘nueva argentina’ que el Gral. inaugura.
Veamos otra sentencia del líder: “Para sacar al país del letargo y de la vida vegetativa, queremos lanzarlo en pos de las conquistas económicas, las conquistas sociales desaparecen rápidamente y no pueden subsistir; y sin las conquistas económicas y sociales las convulsiones políticas se van a ir sucediendo como lo prueba la historia de todos los tiempos y de todos los países” .
Perón sabe, como los verdaderos patriotas de la historia, que es simplemente un despropósito librar la economía al simple deseo mezquino del egoísmo capitalista.
Dice a este respecto: “Proclamo en primer término el principio de libertad económica. Pero esta libertad, como todas las libertades, llega a generar el más feroz egoísmo, si en su ejercicio no se articula la libertad de cada uno, con la libertad de los demás [...] El principio de libertad económica no se vulnera, si siquiera se empaña cuando el Estado dirige la economía, de la misma manera que la libertad de transitar libremente por el país no queda afectada cuando se encauza o se dirige por determinadas rutas, en vez de permitir, que, galopando a campo traviesa, se causen daños irreparables a terceros, sin conseguir de paso, provecho alguno para el viajero. El Estado puede orientar el ordenamiento social y económico sin que por ello intervenga para nada en la acción individual que corresponde al industrial, al comerciante, al consumidor. Estos, conservando toda la libertad de acción que los códigos fundamentales les otorgan, pueden ajustar sus realizaciones a los grandes planes que trace el Estado para lograr los objetivos políticos, económicos y sociales de la Nación” .
Para los contestatarios de siempre, el líder dedicó la siguiente apreciación: “Algunos dirán que somos nazis, que somos fascistas; yo les pregunto en qué país del mundo la economía es libre. Cuando no la orienta el gobierno, la orientan los grandes consorcios financieros, con esta diferencia, el gobierno la orienta en beneficio de todos los habitantes del país y los consorcios capitalistas hacia sus cajas registradoras” .
Por último, y para terminar de expresar el pensamiento del Gral. Perón respecto de la participación del Estado en la economía, cito: “El principio de libertad económica que he proclamado no puede, pues, evitar que el Estado realice esa acción tutelar para coordinar las actividades privadas hacia una finalidad colectiva nacional, condicionada, consiguientemente a ciertos preceptos que le son consubstanciales. Si una Nación quiere ser económicamente soberana, ha de respetar y exigir que le sean respetados los principios básicos que rigen la vida de los hombres y de los pueblos: el derecho y la moral. Y si una Nación no quiere ser o no se esfuerza en mantenerse económicamente libre y políticamente soberana, merecerá el escarnio y la ira de los contemporáneos y la condenación de la historia” .
La prueba de que Perón tenía un ‘verdadero Proyecto Nacional’ en torno a la reforma de las leyes es indudable.
Con la aprobación de la ley 13.233, sancionada el 27 de agosto de 1948, el peronismo logra la realización jurídica más importante de su historia. La ley es muy clara al respecto, ya que afirma que es “necesaria la revisión y reforma de la Constitución Nacional a los efectos de suprimir, modificar, agregar y corregir sus disposiciones para la mejor defensa de los derechos del pueblo y del bienestar de la Nación”.
En este debate se vislumbraron ya dos posturas bien marcadas: 1) la postura de los convencionales peronistas, que sostenían las ‘razones nacionales’ de la reforma; y 2) la de la oposición, encabezada por el radicalismo -que acabaría por retirarse de la Convención-, acusaba al cuerpo constituyente en su conjunto de ‘falsos e hipócritas’, ya que según su idea el peronismo solo buscaba reformas superficiales y la reelección del propio Perón para el cargo de Presidente.
Detengámonos un segundo en la composición de esa oposición. Citando al Dr. Luis Alberto Terroba diré lo siguiente: “[...] La oposición estaba imperceptiblemente dividida. El radicalismo, aunque actuaba como una oposición dura, estaba formado por dos grupos. Una mayoría, que había arribado a la cúpula partidaria, y que más que mostrar ‘oposición’, mostraba incomprensión del peronismo, y cuya oposición nacía de equívocos fundados en el enajenamiento cultural, al que habían sido sometidas nuestras clases medias, que pretendían definir realidades políticas nuestras, por conceptualizaciones europeas, que en última instancia la llevaban a cubrir, con el aporte numérico de la clase media, la política de la oligarquía y del imperialismo. Los unionistas, herederos directos de los ‘antipersonalista’, opositores dentro del partido, a la política de Yrigoyen, y beneficiarios del fraude de la década infame, fundaban su oposición al peronismo, justamente, en la perfecta comprensión de lo que el movimiento liderado por el Gral. Perón representaba como heredero de las mejores tradiciones populares del yrigoyenismo: el fin del colonialismo. A esto le llamaban dictadura [...]” .
Pero, según el Convencional Arturo Sampay (padre del pensamiento teórico de esa convención) las razones de la reforma van más allá de las acusaciones de los ‘unionistas’, como es lógico, y debían servir para reafirmar el rol motor del Estado.
La oposición intentó –vanamente- objetar la ley 13.233, aparándose en el hecho de que el Art. 30 de la Constitución no exigía una ley, sino una ‘declaración’ para proceder con la reforma. Ésa declaración debía ser hecha ‘por el Congreso con el voto de las dos terceras partes, al menos de sus miembros’ y que esas debían ser sobre el total de los representantes y no de las dos terceras como por desgracia había ocurrido en los votaciones del 13 y 14 de agosto del ’48. Sin embargo, y como prueba de la constante puja de los intereses nacionales que encarnaba el peronismo, la Convención Nacional Constituyente comenzó sus sesiones en el Congreso Nacional en enero de 1949.-
El Gral. Juan Domingo Perón dijo, el 27 de enero de 1949, en su Discurso a la recién inaugurada Asamblea Constituyente las siguientes palabras: “[...] La evolución de los pueblos, el simple transcurso de los tiempos, cambian y desnaturalizan el sentido de la legislación dictada para los hombres de una época determinada. Cerrar el paso a nuevos conceptos, nuevas ideas, nuevas formas de vida, equivale a condenar a la humanidad a la ruina y al estancamiento. Al pueblo no pueden cerrársele los caminos de la reforma gradual de sus leyes; no puede impedírsele que exteriorice su modo de pensar y de sentir y los incorpore a los cuerpos fundamentales de su legislación. No podía el pueblo argentino permanecer impasible ante la evolución que las ideas han experimentado de cien años acá. Mucho menos podía tolerar que la persona humana que el caballero que cada pecho criollo lleva dentro, permaneciera a merced de los explotadores de su trabajo y de los conculcadores de su conciencia. Y el límite de todas las tolerancias fue rebasando cuando se dio cuenta que las actitudes negativas de todos los poderes del Estado conducían a todo el pueblo de la Nación Argentina al escepticismo y a la postración moral, desvinculándolo de la cosa pública[...]”
Como acertadamente señala el Dr. González Arzac en su articulo intitulado ‘Vida, pasión y muerte del artículo 40’ -publicado en la revista ‘Todo es Historia’ en noviembre de 1969-, siempre se ha dicho que el nivel intelectual de las deliberaciones de la Convención del ’49 era ‘muy bajo’. Esto es absolutamente inexacto, y la primera prueba de ello es la calidad de los Convencionales que asistieron a la misma, tanto por el oficialismo como por la oposición.
Dice González Azac: “Concurrieron como convencionales a esa Magna Asamblea conocidas personalidades, entre quienes hubo figuras de la enseñanza universitaria como Ireneo Cruz, lingüista y educador de formación clásica que integraba el bloque peronista; Alfredo D. Calcagno, autoridad mundial en pedagogía y psicología; Gabriel del Mazo, cuya literatura reformista era conocida en todo el continente (estos dos últimos eran radicales). El Partido Peronista eligió como convencionales a algunos miembros de las Fuerzas Armadas: Coronel Domingo Mercante (que era gobernador de Buenos Aires), Contralmirante Alberto Teisaire (que era senador nacional), Mayor de Intendencia Carlos Aloé (secretario de Perón); dirigentes obreros: Emilio Borlenghi, Félix Pontieri, José Espejo (obrero de la administración que ejercía el Secretariado de la CGT) y otros más. Muchos juristas ocuparon bancas del peronismo: Luis R. Longhi, Julio Laffitte, Julio Avanza, Italo Luder, Mario Martinez Casas, Pablo Ramella, Arturo Sampay, Jorge Simini, Jorge Albarricín Godoym Joaquín Díaz de Vivar, y otros, entre los que cabe destacar a Carlos Berraz Montyn, abogado de oratoria galana que calificó a la Samblea como ‘convención simpática, agradable y humana’; y también Atilio Pessagno, Felipe Pérez, Rodolfo Valenzuela, que eran miembros de la Corte Suprema de la Nación, Julio Escobar Sáenz, Cayetano Giardulli (h), de la Corte bonaerense. [...] El bloque radical contaba también con un numeroso lote de abodados: Moisés Lebensohn, Aritóbula Aráoz de Lamadrid, Emilio Donato del Carril, Ramón Lascano, Amilcar Mercader, Adolfo Parry, Ataúlfo Pérez Aznar, Alberto A. Spota, etcétera. Entre los radicales figuraron dos futuros gobernadores: Carlos Silvestre Begnis, mandatario santafecino durante el gobierno intransigente, y Anselmo Marini, gobernador bonaerense por el radicalismo del pueblo” .
Como también señala el González Arzac, en la Reforma del ’49 salieron a relucir diversas tendencias de opinión (e intereses) dentro del propio movimiento peronista: estaban por un lado los que eran netamente personalista (seguidores ciegos de Perón o de Evita); por otro se hallaban los que creían en la ‘independencia económica, la soberanía política y la justicia social’, y veían en Perón y el peronismo un vehículo ideal para la concreción de sus convicciones; y por último los agentes (o lobbies) de los intereses extranjeros, siempre presentes en cualquier historia y cualquier movimiento.
Pero volviendo a los boicots de la oposición, el convencional Victor Alcorta (radical), propuso desestimar cualquier reforma del texto de 1853, argumentando que “en el período que estamos viviendo, que las masas no comprenden la vida sin bienes tangibles y goces sensuales, cuando han perdido en su juicio el fundamento psicológico de la personalidad humana, no podemos invocar una soberanía sana, moral y absoluta para dictar normas que subrogan al régimen argentino y dislocan ideales de argentinidad”. En palabras de González Arzac, el documento de Alcorta “combinó el clásico bla-bla de la tribuna callejera en la filosofía de Carlos Marx, las ideas de Mariano Moreno, el pensamiento de Alem, Yrigoyen, Alvear, en un alarde de envidiable facilidad para confundir absolutamente todo” .
Los peronistas fuimos más ordenados, ya que se prohibió presentar proyectos individuales que no contaran con la aprobación ni el tratamiento de la Comisión de Estudios de Reforma de la Constitución, a cargo del Dr. Arturo Sampay. Varios proyectos fueron presentados, como el de los constitucionalistas Longhi y Ramella, al igual que los de algunas Universidades Nacionales y Ministros del Poder Ejecutivo. El propio Partido Peronista entregó su proyecto del bloque. Todo como se debe, con orden y disciplina.
Más allá de las impugnaciones del radicalismo, hubo algunas coincidencias entre ambos bloques. La primera fue el homenaje, propuesto por la bancada radical, a los Convencionales de 1853, que fue rendido por ambos bloques, poniéndose respetuosamente de pie los convencionales y concurrentes del Congreso. El bloque peronista dijo del homenaje, en palabras del joven Italo Luder, que la Constitución de 1853 había cerrado los ciclos de la independencia política y la organización nacional: “El tercero, que vivimos, debe ser el de la independencia económica y redención social del pueblo argentino, que nos permita consolidar un régimen económicamente libre, socialmente justo y políticamente soberano” .
Como señala el Dr. González Arzac, en el homenaje se ve claramente que ambos partidos coincidían en temas fundamentales, como ser la verdadera necesidad de modificar el arcaico sesgo liberal del texto del 1853 y proclamar en la Carta Magna Argentina su lucha decidida contra los imperialismos. Pero, y a modo de ‘película repetida’, los apetitos foráneos y los intereses mezquinos, contrarios siempre al sentir Nacional, actuarían aquí (una vez más) para que las magras coincidencias no se tornaran en un indisoluble lazo de fraternidad entre el Radicalismo y el Peronismo.
La prueba del éxito de ese accionar, la más nefasta de las pruebas, fue el retiro, el día 3 de marzo, del todo el bloque radical de la Convención Constituyente. Parece mentira que un tema tan trivial como lo era la reelección del Presidente de la República significara un retiro tan bochornoso como lo fue el de los radicales. La frase de Lebenshon, presidente del bloque opositor, lo dice todo: “la representación radical desiste de seguir permaneciendo en este debate, que constituye una farsa”. Tras él todos los radicales abandonaron el recinto.
No creo, ni creo que haya forma de creer desde el punto de vista de la lógica política, que el asunto de la reelección de Perón fuera el tema determinante de este abandono. Estoy seguro que, en realidad, lo que se buscaba era boicotear otras reformas, mucho más trascendentes que ésta de la reelección presidencial (que dicho sea de paso, es una de las únicas reformas del ’49 que nos recuerda la ‘Historia Oficial’ escrita por los gorilas de turno).
Y a colación de esto viene el centro de mi exposición: se buscó eliminar (en el ’49 la posibilidad y en ’55 el hecho) de que pudiera imperar en nuestra más alta legislación el principio enunciado por el Art. 40: ‘la intervención Estatal en la Economía y la propiedad Estatal de los recursos naturales vitales para la Nación’.

El Art. 40: Su psique y su aprobación junto al texto de la Constitución de 1949

El convencional Italo Luder, con motivo de la participación del Estado en la economía, dijo en la Convención lo siguiente: “[...] ha llegado el momento de decir... Que el pueblo argentino no será dueños de sus destinos hasta tanto no logre someter a su decisión política las fuerzas organizadas del poder económico.
A esta finalidad están encaminadas las disposiciones del proyecto que se refieren a la nacionalización de los servicios públicos, a la defensa de nuestras riquezas naturales y fuentes de energía, a la obligación de someter al ordenamiento estatal de los monopolios y trusts financieros, entes sin patria, acostumbrados a burlar impunemente la soberanía nacional.
La organización institucional que nos dejó el régimen depuesto por la revolución... Al hombre que vive de su trabajo... Al entregarlo inerme a la explotación capitalista, no le aseguraba siquiera subsistencia decorosa. La absurda igualdad de los económicamente desiguales servía para reforzar jurídicamente el privilegio; y el pretendido no-intervencionismo en materia económica resultaba en la práctica, la movilización privada del poder estatal al servicio de intereses plutocráticos [...]” .
El convencional Martín, pilar sin dudas del apotegma que proclama la ‘Economía al Servicio del Hombre’, dice a su vez en los debates: “[...]Llegamos por fin a una nueva forma, a la forma del humanismo de la esperanza, que es poner la economía al servicio del bien común, que es la economía social para que cada uno adquiera lo importante para sí y devuelva a la colectividad el exceso del producto de sus esfuerzos para que la comunidad pueda recogerlo [...] En tanto el presidente de todos los argentino, hombre que quiere hacer la revolución del pueblo para el pueblo, para el país y para poner al país al servicio de la humanidad, dice en su mensaje del 1° de mayo de 1948: ‘la reforma económica argentina tuvo ante sí dos tareas ciclópeas que realizar. Encontramos una economía al servicio del capital; la modificación consistió en poner el capital al servicio de la economía. Encontramos una economía colonial; la modificación implicó realizar la independencia económica [...]”
Con motivo, en otra oportunidad, de hablar del tema de la propiedad privada y estatal, Martín señalaba: “[...] Entonces señor presidente, destruimos esos infundios de que la revolución y la Constitución que se propicia conducirán al ‘Estado industrial y comercial’. No, señor presidente; mantengamos el concepto del Estado subsidiario en todos los órdenes; mantengamos el concepto del Estado fomentador, pero si combatimos el poder económico dentro del poder político para forjar el equilibrio del mercado económico y contribuir al equilibrio de lo social y de lo moral [...] Como consecuencia de esta concepción nacional de la economía, el Estado reivindica, como de su dominio, las fuentes naturales de la energía y reivindica también la prestación de servicios como de su pertenencia originaria; y es natural que así sea, si se tiene en cuenta, señor presidente, que estos bienes y servicios no pueden ser materia de lucro particular, aún dentro de un régimen económico donde impere una sana competencia, por tratarse de monopolios naturales y estatales. Ello no quiere –porque resultaría incomprensible- que el Estado no reclame la colaboración de la iniciativa privada en sus formas más diversas del trabajo y de la técnica, dando oportunidad al capital honesto para que coopere y evolucione, con la garantía de los principios establecidos en esta Constitución, a fin de obtener de la riqueza y de los servicios a cargo de Estado el más óptimo rendimiento en bien de la comunidad, ajo la tutela de la justicia social expuesta reiteradamente por el primer magistrado de la Nación y sostenida en el curso de esta exposición [...]”
Estas alocuciones anteriormente citadas tendrán una enorme influencia en la sanción del artículo que estamos tratando.
Lo logrado en el Art. 40 de la Constitución del año 49 es único en nuestra historia. Aquí se transcribe su texto, tal como fue aprobado y de la forma que lucía en el texto de 1949:
“Artículo Nº 40 – La organización de la riqueza y su explotación, tienen como fin el bienestar del pueblo dentro de un orden económico conforme los principios de la Justicia Social. El Estado -mediante una ley- podrá intervenir en la economía y monopolizar determinada actividad, en salvaguardia de los intereses generales y dentro de los límites fijados por los derechos fundamentales asegurados en esta Constitución. Salvo la importación y exportación, que estarán a cargo del Estado, de acuerdo con las limitaciones y el régimen que se determine por ley, toda actividad económica se organizará conforme a la libre iniciativa privada, siempre que no tenga por fin ostensible o encubierto dominar los mercados nacionales, eliminar la competencia o aumentar usurariamente los beneficios.
Los minerales, las caídas de agua, los yacimientos de petróleo, de carbón y de gas, y las demás fuentes naturales de energía -con excepción de los vegetales- son propiedad imprescriptibles e inalienables de la Nación, con la correspondiente participación en su producto que se convendrá con las provincias.
Los servicios públicos pertenecen originariamente al Estado, y bajo ningún concepto podrán ser enajenados o concedidos para su explotación. Los que se hallaran en poder de particulares serán transferidos al Estado, mediante compra o expropiación con indemnización previa, cuando una ley nacional lo determine.
El precio por la expropiación de empresas concesionarios de servicios públicos será el del costo de origen de los bienes afectados a la explotación, menos las sumas que se hubieren amortizado durante el lapso cumplido desde el otorgamiento de la concesión y los excedentes sobre una ganancia razonable que serán considerados también como reintegración del capital invertido” .
Contemos un poco la historia de ésta pieza jurídica que, hasta hoy, no tiene igual.
El proyecto presentado por el Partido Peronista contenía entre sus artículos uno referido a la organización de la riqueza y la intervención estatal, nacionalización de los minerales, de la energía y de los servicios. Sobre ésta base fue redactado el Art. 40.
Como refiere el Dr. González Arzac, ya habían ocurrido en la historia argentina diversas manifestaciones de ‘nacionalización’ por parte de diferentes gobiernos. Anteriormente, para no ir muy lejos, cité el caso de la expropiación del Banco ‘Nacional’ por parte de Rosas en 1836.
En 1936, como consecuencia de la década de infamias inaugurada por el golpe de septiembre del ’30, se produjo un hecho curioso. El gobierno de Justo, con el motivo oculto de realizar la concreción de famosos e inescrupulosos negociados, comenzó un proceso de ‘nacionalización’ de algunos servicios públicos. La sociedad anónima ‘Compañía Hispano Argentina de Electricidad’ (C.H.A.D.E.) –que funcionaba como filial en España del poderoso consocio internacional SOFINA, con sede en la ciudad de Bruselas- era concesionaria del servicio público de electricidad en Buenos Aires. Dado el interés del gobierno oligarca de en éstas ‘nacionalizaciones’, y con el objetivo de conservar los beneficios sin correr los riesgos previsibles de ésta medida, la sociedad C.H.A.D.E. cambió su denominación por la de ‘Compañía Argentina de Electricidad’ (C.A.D.E.). De ésta ingeniosa manera –y con el nombramiento nominal de prominentes argentinos al frente de su directorio local- la Empresa quedó ‘nacionalizada’. El hecho de eliminar la palabra ‘Hispano’ fue el detalle crucial. Así parecía que la empresa, de golpe, quedaba en manos de ‘argentinos’. Desde luego, los oligarcas que gobernaban fueron inundados de sobornos para evitar que cualquier investigación estatal se efectuara sobre este negocio. En éste marco, y denotando lo recién comentado, el presupuesto nacional para el año 1936 (ley 12.345) eximía de impuestos a las operaciones de transformación de las sociedades concesionarias de servicios públicos, dando la cereza al postre de este negociado. Así nacionalizaba nuestra ‘querida’ oligarquía en la década del ’30.
Este hecho sobrevivió hasta la Convención del ‘49. El Secretario Técnico de la Presidencia de la Nación, Dr. José Figuerola, poseía vinculaciones con la C.A.D.E. y la C.H.A.D.E. Así las cosas, y cuidando bien de sus intereses y las consecuencias nefastas para ellos si se llegara a aprobar una ‘verdadera nacionalización’ determinada constitucionalmente; modificó el proyecto entregado al Presidente, que hacia el final disponía que la explotación de servicios públicos sería regida por una ley nacional que ‘determinará oportunamente la nacionalización, y si procede, la estatización de los servicios públicos que se hallen explotados por particulares’.
Cuando el proyecto llegó la Comisión de Estudio del bloque, fue reelaborado por el Dr. Arturo Sampay, artífice máximo del Art. 40.
Siendo Fiscal de Estado de Buenos Aires, Sampay tenía consumada experiencia en el tema de las ‘nacionalizaciones’ de la década infame por su participación en varios casos contra la C.A.D.E. Conociendo los negociados, y dándolos a exponer en varios casos –como por ejemplo la causa “Compañía Argentina de Electricidad S.A. c/ Poder Ejecutivo Nacional s/ demanda contencioso administrativa”, fallo de la Corte Suprema de Buenos Aires, N° de Registro B-30.816– y, siendo el teórico de la convención, éste tema no pasaría inadvertido de su pericia.
Era la acertada creencia de Sampay que el país debía poner un absoluto énfasis en el plan de nacionalizaciones: banca central, servicios públicos, fuentes de energía, comercio exterior, etc. Es decir, en todo lo que implicara un ‘seguro nidito’ para los monopolios extranjeros y la cría de intereses contrarios a la Patria.
Para él, como señala González Arzac: ‘Economía libre’ implicaba un sinónimo de ‘economía dirigida por los carteles capitalistas’; ‘Nacionalización’, por el contrario, debía significar ‘Estatización’.
Claro, el tema es que lo señalado por Dr. Sampay implicaba, a los ojos del publico y del propio Perón, hablar de ‘expropiación’. Por tal motivo, y considerándolo oportuno, creyó en la necesidad de diferenciar las situaciones en que el Estado debía expropiar los bienes de los particulares. Por tal motivo, Sampay afirmaba: “La empresa que asume la prestación de un servicio público del Estado no toma a su cargo una actividad privada habitual, porque es una función del Estado, que no puede ser concedida sino como status transitorio, al cabo del cual los bienes no deben ser repuestos en el patrimonio del concesionario para seguir prestando el mismo servicio; quien sustituye al Estado en una función rigurosamente pública invierte un capital determinado que rescata a lo largo de la prestación y obtiene de ese capital una ganancia razonable. Al término de esa situación –prevista al concederse el servicio o impuesta por el Estado en virtud de la expropiación– debe restituirse al concesionario el capital invertido, sobre el que habrá logrado una ganancia justa, porque todo lo que excede este límite debe reputarse como amortización del capital destinado a la explotación. En cambio cuando el Estado expropia a un particular su casa, su campo, su fábrica, etc., es decir, medios habituales de actividad privada, debe entregarle el precio que le permitía adquirir en seguida los medios necesarios –iguales a los expropiados– para continuar cumpliendo se actividad privada. Aquí reside el fundamento de la diferencia entre los dos criterios de indemnización por expropiaciones: el de valor de reposición, cuando se trata de los bienes afectados a la actividad privada, que el particular debe reemplazar en el mismo momento, para seguir cumpliendo su acción habitual; el del valor de origen, cuando se trata de bienes dedicados a la explotación de un servicio público concedido” .
En esto, coincidía con Sampay el joven Dr. Arturo Frondizi –radical intransigente muy leído en temas de economía- que en su obra ‘Programa para un estudio de la economía argentina’ (1946) postulaba el tema del ‘precio justo’ como coyuntura clave de la expropiación estatal, ya que el costo en recursos podía resultar ruinoso para las finanzas de la República.
Con estas ideas y otras más, Sampay logró la modificación del tibio proyecto presentado por el Partido Peronista. Se incorporarían dos incisos claves, siendo tales: 1) el que se refiere a que ‘los servicios públicos pertenecen originariamente al Estado’; y 2) el que indica que ‘el precio de la expropiación será el del costo de origen de los bienes afectados’ a la misma, menos ‘las sumas que se hubieren amortizado’ desde la concesión del servicio.
Estas modificaciones, publicadas en el Despacho de la Comisión de Estudios el 8 de marzo, alarmaron enormemente a las empresas concesionarias de servicios públicos, como la C.A.D.E. Perón fue presionado altamente por las mismas, pensando quizá –solo de momento- la conveniencia de complacer sus intereses. Entre los ‘preocupados’ estaba, como era obvio, José Figuerola, quien funcionaba de ‘mediador’ entre el Gral. Perón y los lobbies extranjeros.
El día 9 de marzo, Perón le informó a Mercante, presidente de la Convención, las presiones recibidas por italianos, suizos, norteamericanos y –desde luego- ingleses; y le sugirió la modificación del Proyecto de Sampay del Art. 40.
Mercante habló luego con Sampay, transmitiendo el mensaje de Perón. Pero éste último le dijo al Presidente de la Convención que no se podía dar marcha atrás con esto, pues de esa forma se daría la razón al bloque radical, que el día anterior había sostenido que el ‘único’ móvil de la reforma era la reelección presidencial. Por tal motivo, ambos acordaron guardar en secreto la intervención de Perón en el asunto hasta que volvieran a hablar con él.
Sampay solo cumplió con esto en parte, pues si bien mantuvo ‘el secreto’ con el bloque peronista, lo violó en una informal e íntima charla con Raúl Scalabrini Ortiz y con José Luís Torres. Ambos pensadores, amigos de Don Arturo, lo escucharon y estuvieron de acuerdo con que se mantuviera firme en su conducta. Este anécdota luego sería contado por Torres en su página ‘Política y Políticos’, como señala en su artículo Alberto González Arzac.
Sampay tenía dos opciones: o bien presentar su renuncia a la Comisión de Estudios –y a lo sumo elevar una nota de disidencia insistiendo en el proyecto original del texto que él había desarrollado- o bien seguir adelante, aún si Perón se negaba a la sanción del Artículo tal como fue concebido por la Comisión.
El 10 marzo, y luego de que la Convención sesionara hasta las 22.45, Sampay y Mercante se dirigieron a la Residencia de Olivos a entrevistarse con el Líder.
Sampay le insistió a Perón que consideraba imposible realizar modificación alguna del Art. 40, debido a dos aspectos fundamentales: 1) que la Comisión ya le había dado publicidad al Proyecto; y 2) que el bloque radical (antes de retirarse de la convención) había estado plenamente de acuerdo con las reformas sobre los servicios públicos. Perón, tomando la mejor de las decisiones, dijo lo siguiente: “Está bien. Prefiero pelear contra los gringos y no soportar los lenguaraces de adentro” .
Pero, por alguna razón, ni Mercante ni Sampay estaban seguros de que Perón se mantuviera firme en su decisión. Por lo cual, solicitaron al Secretario de la Convención, Mario Goizueta, que se ocupara de reunir temprano a los convencionales.
El día 11 de marzo la sesión se abrió con 82 convencionales medio dormidos. Había aire de apuro en la Sala. Nadie sabía por qué. Hacia el mediodía, y mientras el convencional Martín hacía uso de la palabra, Juancito Duarte (Secretario de Perón) apareció en el recinto. Luego de hablar al oído con Mercante, el Presidente de la Convención –donde en ese momento se estaba votando la definitiva sanción de la Constitución Nacional- hizo señas preocupadas a Sampay, que estaba casi enfrente del podio Presidencial , para que se acercara.
Sampay, haciéndose el distraído, miró hacia atrás suyo y le señaló al Contralmirante Teisaire que ‘Mercante lo llamaba’. Esta ágil maniobra significó ganar los minutos necesarios para que terminara por sancionarse la Constitución.
Cuando Taisaire volvió a su lugar, luego de ser informado por Juancito que él no lo buscaba, le informó a Sampay que a él lo solicitaban en el podio.
Para cuando Sampay se acercó (unos cuantos minutos después) a Juan Duarte, que traía la orden de Perón de detener la sanción del Art. 40, la votación había terminado y el texto estaba aprobado.
Juancito se lamentó por no haber llegado a tiempo, y sobre todo, por ignorar lo que se estaba votando mientras él esperaba al Dr.
Pasadas las 14 hs. del 11 de marzo de 1949, la Constitución de la Nación Argentina era, juntamente con el Art. 40, jurada por los convencionales. Se acababa de dar el mayor golpe en la Historia Argentina contra el imperialismo.
Me gustaría traer a colación, como lo menciona González Arzac en su artículo, un requisito contenido en el Art. 84, también aprobado. Se exigía, de aquí en más, ser argentino nativo para desempeñar un cargo de Ministro. Como el Dr. Figuerola había nacido en España en 1897 y se nacionalizó argentino en 1935, este nuevo supuesto le impedía ser Ministro de Asuntos Técnicos, cargo prometido a él por Perón para luego de que se sancionara la nueva Constitución (que crearía esa Secretaría de Estado).
Perón seguramente se lamentó de la rigurosidad del Artículo, pero esperaba confiado que en el futuro alguna jurisprudencia amortiguase su enunciado.
Las reformas ingresadas por la ‘Constitución Justicialista’ (como mal se la llamó, dado que fue sancionada y promulgada por todos los poderes legales y legítimos de nuestra República) fueron muy numerosas.
Fueron modificados, además del Preámbulo, un total de 56 artículos de los 110 que contaba la constitución del 1853, incluyéndosele, a su vez, 4 artículos nuevos.
Estos fueron los siguientes: el Art. 15, que reconocía la idea de que el Estado no reconocía libertad para atentar contra la libertad; el Art. 37, que declaraba los derechos especiales del trabajador, la familia, la ancianidad, la educación y la cultura; el Art. 39, que declaraba que el capital estaba al servicio de la economía nacional y tener como principal objeto el bienestar social; y el Art. 40, del cual ya venimos hablando y es el foco del presente escrito.
Respecto de algunas de las demás modificaciones (tratadas de manera más que brillante por el Dr. González Arzac) transcribiré lo dicho por él, una vez más: “[...] el artículo 29 constitucionalizaba el ‘Habeas Corpus’; el 34 legislaba sobre el discutido ‘estado de prevención y alarma’; el 35 condenaba el abuso de derecho y cualquier forma de explotación del hombre por el hombre [...] Las principales reformas económicas no hubieran suscitado mayores objeciones de la intransigencia radical si los convencionales opositores hubieran permanecido en sus bancas, porque el Programa de Avellaneda también las propiciaba; tal ocurrió con el artículo 40, como se ha dicho, o con el 68 inciso 5° que daba fuerza constitucional a la nacionalización de la banca central y establecía que en ningún caso los organismos oficiales de crédito y emisión podían ser entidades mixtas o particulares. Lo mismo ocurría con el artículo 38, que modificaba la concepción liberal del derecho de propiedad, dada por la constitución del 53, y establecía que ‘La propiedad privada tiene una función social y, en consecuencia, estará sometida a las obligaciones que establezca la ley con fines de bien común. Incumbe al Estado fiscalizar la distribución y la utilización del campo o intervenir con el objeto de desarrollar e incrementar su rendimiento en interés de la comunidad, y procurar a cada labriego o familia labriega la posibilidad de convertirse en propietario de la tierra que cultiva’. Este artículo también había sido redactado por Sampay en el seno de la Comisión, modificando el anteproyecto del Partido Peronista que respecto del tema en cuestión reconocía también a la propiedad una función social y recomendaba la adopción de medidas necesarias para la extinción de latifundios y el fomento agricolaganadero. En su redacción definitiva, el artículo lleva el sello de la filosofía temista que inspiraba al miembro informante de la Comisión [...]” .
El 16 de marzo, a las tres menos veinte de la tarde, el General Juan Domingo Perón concurrió al Congreso y, previa lectura de la Constitución, la juró ‘cumplir y hacer cumplir fielmente’.

Las consecuencias del Art. 40 y la derogación de la Constitución del ‘49

Como todo compendio legal en la historia universal del Derecho, la Constitución de 1949 fue constantemente discutida (tanto en su vigencia, como en su derogación ‘por decreto’ en 1956 y posteriormente).
El primer escollo visible a la aplicación puntual del Art. 40 fue aún durante el ‘segundo’ gobierno de Perón. Recordemos que, perdiendo un poco el impulso revolucionario de sus primeros años de gobierno, el Líder firmó un convenio para la explotación petrolífera con la empresa norteamericana ‘Standard Oil’ de California. El Gral. argumentó algo lógico: nuestro país era, como él mismo indicó, una de las 4 cuencas petrolíferas más grandes del mundo y el Estado argentino no contaba con los recursos totales para la explotación de ese recurso. Entonces, como ya hacía Venezuela por esos años, se iría a porcentajes de 50 y 50 con la compañía yanqui. De esta forma se reducían los costos y, en apariencia, se maximizaba el beneficio.
Solo había un problema: el bendito Art. 40. En su infinita habilidad política, Perón no podía (y no lo hizo) llamar a una nueva Reforma Constitucional para modificar ese artículo. Ahora bien, muchos han argumentado –como el Dr. González Arzac, por ejemplo- que el Gral. esperó que surgiera alguna otra excusa para lograr sus fines. Habitualmente se identifica ese pretexto con el conflicto acaecido entre el Gobierno y la Iglesia Católica. En el marco de la crisis devenida por la sanción de la ley de Divorcio Vincular, el gobierno peronista se hallaba de golpe enemistado con la Iglesia.
Tan grande fue el problema que, el 5 de mayo de 1955, diez diputados peronistas presentaron un proyecto de Reforma Constitucional sobre los artículos 2° y concordantes de la Constitución Nacional, cuya letra dispone: ‘El Gobierno federal sostiene el culto católico apostólico romano’. Éste proyecto se aprobó por ambas Cámaras legislativas y, el 23 de mayo del mismo año, Perón promulgó la ley Nº 14.404, donde se ‘declaraba necesaria la reforma parcial de la Constitución Nacional en todo cuanto se vincula a la Iglesia y sus relaciones con el Estado’. Nada se decía de reformar el Art. 40, pero es muy probable que, de haberse dado de manera diferente nuestra historia, su texto hubiera sufrido algún retoque. La crisis eclesiástica y el tema del petróleo fueron dos asuntos muy perjudiciales, tanto para el país en general como para el propio Perón y su popularidad.
Pero, y siguiendo una constante costumbre criolla, llegó de nuevo la oligarquía para dar el zarpazo.
El 15 de Septiembre de 1955 una ‘revolución libertadora’ (o ‘fusiladora’ sería tal vez más apropiado llamarla) expulsó del gobierno al General Juan Domingo Perón; echó del poder al Pueblo Argentino; y proscribió de nuestra historia la esperanza inmediata de realizar la Patria.
Eduardo Lonardi, Jefe del Ejército bajo el gobierno de Perón, lo traiciona y se pone al servicio de la oligarquía cipaya que siempre conspira, desde sus asquerosas guaridas, para provocar la ruina y la infelicidad del Pueblo.
Curioso hecho éste, ¿a qué otro acontecimiento nos recuerda? Exactamente: a la caída de Rosas, provocada a su vez, por su Jefe del Ejército -Urquiza- 103 años antes del mes de septiembre de 1955. Quiero dejar bien en claro ésta continuidad entre los ‘dos Generales del Pueblo y la Patria’ que fueron Rosas y Perón. Evidentemente hay una coincidencia mayúscula: ambos quisieron realizar la Patria y a ambos se los derrocó, desde idénticos sectores y de la misma manera. Es más, se ha intentado tanto en uno como en otro caso ‘borrar’ incluso sus nombres de la historia argentina. Pero nunca lo han logrado, ni lo lograrán jamás. El pueblo argentino es fiel, y no olvida a sus verdaderos justicieros. El ‘Restaurador’ y ‘el General’ son una constante en la lucha popular por la verdad que los gorilas, cipayos y traidores nos han negado.
Teniendo en cuenta ésta ‘casualidad’ –que no existe, como ninguna casualidad- veamos qué hizo esta ‘revolución’ oligárquica. Como en 1852, donde al principio Urquiza no tenía en sus planes desechar toda la obra de Rosas; Lonardi nunca pensó en derogar la Constitución del ’49. Pero a los ‘tibios’ se los llevan los ‘duros’ y, parafraseando a ese salvaje unitario que fue Salvador María del Carril: ‘La revolución es un juego de azares, donde se gana la sangre de los vencidos’.
Lonardi fue ‘separado’ de la presidencia por sus camaradas de armas al poco tiempo, y fue sucedido por el Gral. Pedro Eugenio Aramburu. El 27 de abril de 1956, el Gral. Aramburu, su gabinete y el vicepresidente Isaac Rojas, en ‘ejercicio de poderes revolucionarios’ dictaron la abominable, ilegal, traidora y, por cierto, graciosa Proclama que aquí, haciendo uso de toda mi tolerancia intelectual y política, les transcribo:
“Vistos y Considerando:
Que en la vida institucional de los Estados, el acto de mayor transcendencia el de adoptar su constitución o el de introducir en ella reformas sustanciales;
Que la facultad de decidir al respecto es un atributo esencial de la soberanía;
Que las naciones organizadas políticamente sobre principios democráticos y republicanos reconocen como exclusivo depositario de aquella a la totalidad de los ciudadanos, fundamento del que deriva para todos ellos el derecho de libre determinación;
Que este derecho exige para su efectivo ejercicio el goce de una auténtica y absoluta libertad;
Que el gobierno depuesto se ha caracterizado, a través de todos sus actos, por la presión oficial con que los ha precedido, por la violencia material con que los ha impuesto, y, en general, por el desconocimiento calculado y permanente del derecho de expresar ideas a importantes y vastos sectores de opinión y a ciudadanos que supieron mantenerse con abnegado sacrificio al margen del servilismo implantado como sistema;
Que solamente por la gravitación es estas circunstancias fue posible la reforma constitucional de 1949, la que no ha sido en consecuencia del fiel resultado de una libre discusión a la que haya tenido acceso el pueblo todo de la Nación;
Que la finalidad esencial de la reforma de 1949 fue obtener la reelección indefinida del entonces presidente de la República, finalidad probada fehacientemente por la representación opositora en la Convención constituyente y reconocida por los convencionales del régimen depuesto;
Que la Revolución libertadora ha tenido su origen en la necesidad de poner término al caos imperante y alas causas que lo originaron;
Que por lo tanto, el gobierno emanado de dicha revolución se considera en cumplimiento de sus fines primordiales en el imperativo de devolver al pueblo de la República el pleno goce de las instituciones que fueron libremente escogidas y menguadamente alteradas;
Que tal efecto en ese orden de ideas corresponde en primer término, con carácter de deber impostergable, restablecer la Carta Fundamental que fue resultante de una libre autodeterminación, requisito al que no ajustó se reforma de 1949;
Que aún cuando la Constitución de 1853 en la hora actual requiera ciertas reformas, ellas deben ser objeto de un amplio debate público, previo a la Convención constituyente que haya de sancionarla;
Que en consecuencia corresponde restablecer, en su anterior vigencia, la constitución de 1853 con las reformas anteriores al 11 de marzo de 1949, contemplando de este modo en el orden jurídico fundamental el acto revolucionario que tuvo por objeto abatir al régimen de la dictadura;
Que han de resolverse también las situaciones de las provincias, cuyas constituciones fueron reformadas bajo el régimen depuesto de acuerdo con los principios consagrados en el orden nacional por la reforma de 1949;
Que igualmente debe contemplarse la situación de las nuevas provincias del Chaco, La Pampa y Misiones, cuyas constituciones fueron sancionadas por la dictadura;
Por ello, el gobierno provisional de la Nación Argentina, en ejercicio de sus poderes revolucionarios, proclama con fuerza obligatoria:
Art. 1° - declarar vigente la constitución nacional sancionada en 1853, con las reformas de 1860, 1866 y 1898, y exclusión de la de 1949, sin perjuicio de los actos y procedimientos que hubiesen quedado definitivamente concluidos con anterioridad al 16 de septiembre de 1955.
Art. 2° - El gobierno provisional de la Nación ajustará su acción a la constitución que se declara vigente por el art. 1° en tanto y en cuanto no se oponga a los fines de la revolución, enunciados en las directivas básicas del 7 de diciembre de 1955 y a las necesidades de la organización y conservación del gobierno provisional.
Art. 3° - Declárese vigentes las constituciones provinciales anteriores al régimen depuesto, sin perjuicio de los actos y procedimientos que hubiesen quedado definitivamente concluidos a raíz de su aplicación.
Art. 4° - Déjase sin efecto las constituciones sancionadas para las provincias de Chaco, La Pampa y Misiones sin perjuicio de los actos y procedimientos que hubiesen quedado definitivamente concluidos a raíz de su aplicación.
Art. 5° - Hacen parte integrante de la presente proclama las directivas básicas a que se refiere el art. 2°, y en consecuencia se agregan como anexo.
Art. 6° - La presente proclama será refrendada por el Excelentísimo señor vicepresidente provisional de la Nación y los señores ministros secretarios de Estado, en acuerdo general.
Art. 7° - Comuníquese, etc. – Aramburu – Rojas – Osorio Arana.- Busso.- Podestá Costa.- Hartung.- Krause.- Martinez.- Alizón García.- Llamazares.- Blanco.- Alzogaray.- Bonnet.- Migone.- Mendiondo.- Mercier.- Del’Oro Maini.- Ygartúa.- Landaburu.”
Nunca se había visto, hasta esa fecha, semejante atropello jurídico en nuestro país. Básicamente, todo lo dicho en esta absurda e ilegal ‘Proclama’ es falso. Sus fundamentos no solo nunca fueron probados en lo más mínimo, sino que además no tienen sustento jurídico ni en el Derecho Argentino ni en ningún compendio legal que rija en algún Estado de Derecho de la civilización occidental.
Quedaba así derogada la obra más grande y mejor ajustada a los tiempos de nuestra historia Constitucional.
Aunque, para mayor bochorno, podríamos agregar un detalle: el 28 de julio la ‘verdadera dictadura’ que encabezaban estos cipayos llamó a una Convención Nacional Constituyente.
Esta Convención (que practicante carecía de validez, pues la mayoría del pueblo era peronista y ese Partido había sido disuelto y proscrito el año anterior) siempre estaba al borde de la carencia de ‘quórum’. Lo único a lo que se limitó ésta junta fue a tratar de –al menos- incluir una realidad incontestable: los trabajadores tenían derechos y conquistas desde el ’43, a las cuales no iban a renunciar. Poco antes de que se levantaran las sesiones de la Convención (por falta de quórum), un sector del radicalismo trajo un proyecto similar al del Art. 40. Desgraciadamente, nunca llegó a tratarse, por lo que la Reforma del ’57 se limitó a sancionar el Art. 14 ‘bis’, eterna burla a los derechos de los trabajadores argentinos.
Así feneció el Art. 40 y la Reforma de 1949. Pasarían muchos gobiernos (incluido un tercer gobierno del Gral. Perón), pero el tema de la Constitución nunca volvería a ser tocado. Nunca volvió a darse una situación histórica semejante a ese verano peronista, nacional y popular que así lo permitiera.
Queda como tarea, desde luego, reivindicar ésta obra. Trataré de hacer un aporte a éste respecto en el siguiente apartado.

Reivindicación del Proyecto, de la Constitución Nacional de 1949 y de su Art. 40

Con motivo de éste artículo, admito que he encontrado un verdadero ‘mundo nuevo’ en mi concepción del peronismo y lo que significó este Movimiento para nuestra historia. Creo ahora, más que nunca, que al reivindicarlo hacemos honor a la verdad, a esa verdad que, desde el fondo de la historia, nos mira a todos los seres humanos –siempre- con el único objeto de que la saquemos a relucir de vez en cuando. Pues bien, para mi ese ‘de vez en cuando’ es ahora.
Realizando esta gustosa investigación me he encontrado con muchos documentos de un interés invaluable. Uno de los más grandiosos de estos escritos es un ‘Manifiesto’, redactado en la ciudad de Montevideo en julio de 1957, por el Dr. Arturo Sampay y el Coronel Domingo Mercante con motivo de realizar una ‘verdadera defensa y reivindicación’ de la Convención Constituyente y la Constitución de 1949. Sería una verdadera desinteligencia de mi parte no transmitir este sincero mensaje de los dos más influyentes personajes de aquel proyecto.
A modo de redención, justificando y aplaudiendo a la vez, el texto de la ‘Constitución Peronista’ es que me veo en la obligación de transcribir íntegro el texto de ese manifiesto, tal como fue publicado por esos días en las revistas ‘Resistencia Popular’ y ‘Azul y Blanco’:
“El movimiento político que en 1949 asumió la responsabilidad de reformar nuestra constitución, hoy se encuentra fuera de la ley, con su conducción descabezada, interdictos de intervenir en los comicios todos sus dirigente políticos y gremiales, de los cuales muchos están presos so pretexto de encontrarse incursos en delitos comunes, y varios miles de otros arrojados al exilio. Los integrantes del actual gobierno argentino y los dirigentes de grupos políticos que apoyan a este gobierno, atacan la obra legislativa de la Convención Constituyente de 1949, sin que pueda defenderla en el país el partido político que la realizó.
La neta mayoría del pueblos argentino, que impuso con su voto la Reforma Constitucional de 1949, también está impedida de defenderla, mediante el cual se había organizado un movimiento político defensor de los derechos del pueblo en lo interno, y los derechos de la Nación en lo externo. Estos hechos que implican la negación de la libertad del pueblo y el escarnio de la forma republicana de gobierno, hacen invariablemente nula no sólo la abrogación de la Reforma Constitucional de 1949, cumplida por decreto del Poder Ejecutivo, sino también las que podría sancionar una Convención elegida sin la libre manifestación de la voluntad del pueblo, especialmente de su clase trabajadora. En estas circunstancias excepcionales, he resuelto asumir la representación de aquella Convención Constituyente, en mi condición de presidente que fui de ella, para mostrar al pueblo argentino la razón por la cual se consumó por decreto del Poder Ejecutivo la abrogación de textos constitucionales legítimos, y revelar al mismo tiempo los objetivos antipopulares y antinacionales que persigue la actual Reforma constitucional.
La reforma de 1949 tuvo por esencial finalidad la de consolidar jurídicamente los frutos de la Revolución Popular del 17 de octubre de 1945, ratificada electoralmente en los comicios libérrimos del 24 de febrero de 1946, cuyos contenidos consistían en hacer de una Argentina hasta entonces dependiente de un imperialismo expoliador, ‘una Nación económicamente libre y políticamente soberana’; y de una masa popular misérrima en gran parte, y en vastas regiones del país, desnutrida, un pueblo que participará directamente en el manejo de la cosa pública, de modo que por este medio se diera un régimen económico que también lo hiciera participar en el goce de todos los bienes materiales y espirituales que ofrece la civilización alcanzada por nuestra sociedad.
La Reforma Constitucional de 1949 reconoció a los obreros argentinos el derecho a ser provistos de trabajo por la comunidad, y a recibir una retribución suficiente para satisfacer vitales de toda índole. Pero como el reconocimiento de estos derechos resulta una farsa si no se crean las fuentes de trabajo que los haga efectivos, si no se organiza con tal fin la economía nacional, también estableció que ‘el capital debe tener como principal objeto el bienestar social’, que ‘la organización de la riqueza y su explotación tiene por fin el bienestar del pueblo’, porque ‘lo propiedad privada tiene una función social y, en consecuencia, debe estar sometida a las obligaciones que establezca la ley con miras al bien común’.
La ‘cuestión social’ en nuestra época reside en dar ocupación a los miembros activos de la sociedad, y en hacer partícipes a todos –incluidos niños y ancianos- de los bienes materiales y espirituales de la civilización. Y en nuestros días la solución de tan magno problema está en una de estas posiciones: o la comunista, que estatiza la propiedad de los bienes para hacer común goce de sus frutos entre todos los miembros de la sociedad; o la adoptada por la Reforma Constitucional de 1949, que mantiene el dominio privado sobre los bienes, ya que el propietario es quien más empeño pone en hacerlas rendir al máximo de sus frutos sean equivalentemente distribuidos entre todos los miembros de la sociedad. Pues es inherente a la naturaleza humana que el propietario privado sea más afanoso creador de bienes sociales que el funcionario del Estado; por lo que el problema reside en que la legislación logre socializar –digamos así- el consumo de esos bienes. Esta solución, justamente, es la que buscaban las cláusulas económicas de la Reforma Constitucional de 1949.
Pretender ahora un retorno al concepto absolutista de la propiedad privada, y por derivación, a la llamada ‘economía libre’, que sería la vuelta a un canibalismo económico mediante el cual un grupo de poderosos devoraría a la gran masa del pueblo, constituye un imposible, tanto como es imposible hacer que revierta la Historia, pues en nuestro tiempo y en los lugares donde las masas han ascendido al proscenio de la vida política y social, participando en el manejo del poder político y en el goce de los bienes que trae la civilización no retroceden ante ninguna fuerza, puesto que tal ascenso se cumple con la necesidad de una evolución natural. Aspirar a hacerlas descender es tan ingenuo como querer encerrar nuevamente el gas que se expande después de la ruptura del recipiente que la aprisionaba. Dicho intento, además ocasionaría un grave daño, porque las masas populares, pauperizadas, rebajadas en su dignidad, y violentamente impedidas de actuar, pueden ser catequizadas por el espejismo de los extremistas, que les ofrecen, en la tierra, una absoluta felicidad paradisíaca.
Para crear las condiciones que dieran ocupación plena y remuneradora a los obreros, para lo cual hay que organizar la explotación al máximo de nuestras riquezas, pero con criterio directivo fundamentalmente nacional, la Reforma Constitucional de 1949 estatizó el manejo del Banco Central, de modo que el crédito, y por ende la moneda, sirviera a tal fin. Con esta estatización del Banco Central, entonces el ahorro del pueblo argentino debería servir para crear fuentes de trabajo para los argentinos y para la industrialización integral del país.
La Reforma Constitucional de 1949, estableció en su artículo 40 la absoluta prohibición de conceder a particulares la explotación de servicios públicos esenciales, como el del abastecimiento de energía eléctrica, y mandaba a retrotraer al patrimonio público los que estuvieran en manos de empresas particulares. Con este objeto, el artículo 40 preceptuaba la obligación de comprarlos o de expropiarlos mediante el pago de un precio justo por el Estado, cual es el de abonar el costo de origen de los bienes afectados al servicio público, menos lo que las empresas hubieran amortizado del capital invertido, considerando también como amortización del capital aquellas ganancias que no hubieran sido justas y razonables, puesto que como la explotación de los servicios públicos constituye un monopolio, el precio que los usuarios deben pagar por esos servicios no puede quedar librado al arbitrio del concesionario, sino que debe ser justo y razonable. De manera que todo cuanto las empresas concesionarias hubieran cobrado excediéndose de ese criterio de racionalidad y de justicia, constituye una explotación del pueblo, una violación flagrante de su obligación fundamental contraída en el acto de encargarse de la prestación de servicio, y es por ello que aquellas ganancias espurias debe volver al patrimonio del pueblo en el momento de pagarse su expropiación.
Pues bien, para oponer en claro los motivos por los cuales se derogó por decreto del Poder Ejecutivo una reforma constitucional sancionada legalmente, y prácticamente plebiscitada por la mayoría del pueblo argentino, y cuáles son los verdaderos móviles de la reforma que ahora se pretende consumar a espaldas del pueblo, debemos recordar el modo con que nuestra metrópoli económica ha conseguido dominarnos durante más de un siglo.
Lo ha hecho impidiendo que nos industrialicemos, obligándonos a ser el sector pastoril de su universo económico, y compradores obligados –dentro de ese universo- de sus productos industriales y combustibles.
Para ello nos tomó primeramente el manejo de nuestro crédito y de nuestra moneda, de modo que pudiese dirigir, de acuerdo con su conveniencia, nuestra vida económica. Concordantemente, nos impuso un malthusianismo energético, impidiendo en el pasado la explotación de nuestro carbón, la de nuestro petróleo en el presente y, si la dejáramos, la de nuestro material nuclear en el futuro. Nos tomó también la distribución de la energía eléctrica en nuestras grandes zonas industriales, Buenos Aires y Rosario, para controlar es esta manera, frenando y encausando de acuerdo con sus conveniencias, el natural crecimiento industrial del país.
Los salarios miserables, tendientes a imponer un bajo consumo al pueblo y abaratar el costo de producción de nuestras mercancías agropecuarias, cerraban el lazo. En beneficio de nuestra Metrópoli, pues, y al precio de tener sumidos en la miseria a los trabajadores argentinos, se bajaban los costos de producción y se aumentaban los saldos exportables de esas mercancías.
Ahora se ce con claridad que el Plan Presbich, que constituye la Carta Magna de la llamada ‘revolución libertadora’, es el programa de nuestra metrópoli para reponer a la República Argentina al antiguo estado de cosas. Nuestra moneda y nuestro crédito vuelven a ser manejados de acuerdo con la conveniencia de nuestra metrópoli, para lo cual se retorna al Banco Central de Sir Otto Niemeyer. A nuestra metrópoli le urge, entonces, abatir con visos de legalidad la parte de la Reforma Constitucional de 1949 que estatiza de modo absoluto el manejo del Banco Central y que prohíbe la intervención de los intereses privados en ese manejo.
El holding SOFINA –la mayoría de cuyas acciones controla el Banco de Lazard Brothers, Banco de la Royal Dutch, del trust que nos abastece de petróleo a cambio de las carnes que malvendemos a nuestra metrópoli- el holding SOFINA, decía, va a hacerse renovar la concesión para el abastecimiento de la energía eléctrica de Buenos Aires y el Gran Buenos Aires. Mas antes quiere, claro está, que una Convención Constituyente ratifique el decreto del Poder Ejecutivo que derogó el artículo 40 de la Constitución Nacional. Vale decir que busca, con tal medida, que dicha derogación se encubra bajo apariencias jurídicas.
Cuanto acabo de manifestar no es el producto de irreal conjetura, sino tangible realidad, como surge de las razones siguientes: si el gobierno provisional ahora por decreto una Reforma Constitucional, y pone seguidamente en vigor textos que han sido derogados legalmente, ¿por qué no modifica dichos textos utilizando igual procedimiento? Podría hacerlo desde el momento en que si se arroga competencia para lo más podría también arrogarse para lo menos. Pues si quería que las reformas emerjan de la voluntad popular, ¿por qué no llamó a elecciones para reformar la constitución, tomando como base el texto de 1949? Entonces si, el pueblo habría tenido la oportunidad de decidir si quería o no la abrogación de la Reforma Constitucional de 1949. Para ello no podría ocurrir de este modo, porque lo que SOFINA quiere –repetimos- es la derogación del artículo 40 realizada con visos de legalidad, para encubrir de la monstruosidad jurídica que significa derogar preceptos constitucionales por decreto de un Poder Ejecutivo de facto. Tampoco quiere brindar la oportunidad al pueblo para que exprese su voluntad a favor o en contra del artículo 40, pues no lograría, lo sabe la derogación buscada. De aquí que primero se abrogue por decreto la Reforma constitucional de 1949, y después se convoque a elecciones para elegir los miembros de la Asamblea Constituyente que debe reformar la constitución de 1853, es decir, se le hace optar al pueblo por la inalterabilidad de esta Constitución o por su reforma en aspectos formales, dejando intocado su espíritu individualista a ultranza.
Es de recordar que nuestra metrópoli hizo lo mismo durante aquel período nefasto de la Historia Argentina, que un gran periodista de nuestra Patria llamó ‘década infame’. En ese entonces, los grandes intereses foráneos a que venimos aludiendo obligaron a levantar la abstención revolucionaria en que estaba el Partido Radical, para que no pudiera achacarse siquiera un adarme de ilegalidad a la ley que creaba al Banco Central se Sir Otto Niemeyer ni la ordenanza que prorrogaba la concesión a favor de SOFINA, para que ninguna de ambas resoluciones corrieran el riesgo de ser derogadas por vía revolucionaria. En aquel entonces también, tal como se proyecta repetir en el presente, el fraude dio la mayoría electoral a los políticos que consciente o inconscientemente servían a los intereses de nuestra metrópoli. Pues, dicha sea la verdad de la República Argentina el fraude no es instrumento de políticos concupiscentes de poder, sino una tácita imperialista para imponer al pueblo su coyuntura. Porque nosotros sabemos muy bien que cuando el pueblo ejerce su soberanía política con plenitud, ningún gobernante puede dar soluciones antipopulares, es decir, antinacionales.
En consecuencia, es menester que el pueblo argentino sepa que la reforma constitucional que pretende engendrarse a sus espaldas, tiene los objetivos que enseguida numero.
Primero, de dar visos de legalidad –por medio de una ratificación explícita o implícita que cumpliría la Convención Constituyente al poner como base de su labor la reforma parcial de la Constitución de 1853- a la derogación de la reforma constitucional de 1949, para que principalmente quede sin efecto, con todas las apariencias de legalidad, la estatización del banco Central y el art. 40.
Segundo, el establecer un gobierno maniatado, carente de las atribuciones esenciales, indispensables, para intervenir en la vida económica de la sociedad, tal como es preciso que ocurra en nuestra época; para que dichas atribuciones pasen a ser patrimonio de un Poder Legislativo integrado con miembros elegidos por medio de trastornado sistema electoral proporcional, que solamente hará posibles la obtención de mayorías circunstanciales e inconsistentes, con la que no se puede ejercer funciones fundamentales del gobierno. Y entonces quedará como efectivo poder de gobierno el Banco Central, qué será el manejador de nuestra economía; respecto del cual nada tendrá que hacer el gobierno político. Este banco Central estará integrado con representantes de intereses particulares, intereses y representantes elegidos a su vez por nuestra secular metrópoli.
En suma, lo que se quiere decir es crear una apropiada estructura jurídica para que el ‘Plan Prebisch’ pueda deslizarse sin tropiezos, Y ello es así porque semejante plan económico, que pretende retrotraer a la República Argentina a su anterior situación colonial, no puede conciliarse absolutamente con la reforma Constitucional de 1949, que instituye una política defensiva de los derechos del pueblo y de la economía nacional. Una de ambas debe regir la suerte del país. Por consiguiente, si se consuma la proyectada Reforma Constitucional volverían el hambre y la desocupación a enseñorearse de la clase trabajadora argentina; y se aniquilaría la industria nacional.
El pueblo argentino debe entonces impedir, por medio más factible y eficaz que tenga a su alcance que dicha Asamblea Constituyente realice semejantes propósitos.
Es pues, con toda propiedad que repito ahora las palabras con que clausuré la Convención Constituyente de 1949: ‘Esta Constitución que la misericordia y la justicia de Dios nos permitió sancionar... el pueblo la acate, la cumpla, y muera por ella si es necesario, porque es el arca que guarda el destino de una Argentina libre, pacífica y soberana’.
Sim embargo, cabe esperar que el actual gobierno rectifique su conducta, dejando sin efecto el llamado a una tramposa convención Constituyente, y que convoque enseguida a elecciones generales para elegir libremente las autoridades constitucionales, libremente, es decir, con libertad para que participen en os comicios todas las personas y todos los partidos políticos.
Es en el acatamiento a la voluntad del pueblo y en el respeto a la consecuente legalidad donde debemos reconciliarnos los argentinos. Pues si entre miembros de la misma familia seguimos considerándonos como enemigos a quienes deben aniquilarse; entre hermanos seguimos matándonos por desavenencias políticas; si entre conciudadanos seguimos poniéndonos en ‘cuarentena’; si seguimos confiscándonos los bienes y nombrando Cortes Supremas para que digan que tales desmanes son legítimos, el país se dislocará, se arruinará, quedará a merced de sus enemigos exteriores. Y esto si que puede considerarse una traición a la Patria.- Fdo. Arturo Sampay; Domingo Mercante.”
Así termino mi exposición, llamando a la lectura de este valiosísimo documento, y con verdadera esperanza y fe de que mis palabras hayan servido para revalorizar uno de los más queridos lemas que conozco y adhiero: “Por la Patria, la verdad siempre vence”.

Fuentes Utilizadas
- Arturo Pellet Lastra: “El Estado y la Realidad Histórica”, AD HOC, 3ra edición, 2001
- José María Rosa, Historia Argentina, ORIENTE, 1984
- José María Rosa, “Rosas: Nuestro Contemporáneo”, A PEÑA LILLO EDITOR, 1974
- Constitución de la Nación Argentina con sus reformas, DEPALMA, 1996
- Juan Domingo Perón, “Doctrina Peronista”, CS EDICIONES, 2008
- Luís Alberto Terroba, “La Constitución Nacional de 1949: Una Causa Nacional”, EDIONES DEL PILAR, 2003
- Discurso pronunciado por el general Juan Domingo Perón ante la Asamblea Constituyente Reformadora, el 27 de enero de 1949
- Alberto González Arzac, “Vida, Pasión y Muerte del Artículo 40”, artículo publicado en la revista TODO ES HISTORIA, ejemplar n° 31, noviembre de 1969
- Hector Nazareno Beccacece, “Comparativo de la Constitución Argentina 1853-1949”, AGENCIA PERIODISTICA CID, 1985

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